Los narradores que usa María José Eyras en los relatos
de Un detalle trivial parecen
equilibristas. Los discursos transitan por una cuerda floja y cargan con la
conciencia de que cualquier movimiento en falso bastaría para arrastrarlos al
vacío. De allí que la incertidumbre funcione como clave en las inflexiones de
su prosa –y de su prosodia−. Sus voces se alistan en la serenidad y en la cautela;
no obstante, en los pliegues íntimos hierve, como un encrespado mar de fondo,
el misterio de lo inacabado. En cada oración hay un doblez. Por una parte, se
registra el transcurso simple del enunciado; por otra, la evidencia de una
contención que atempera una voluptuosidad que aún ausente conserva vigencia.
Este juego laborioso de tensiones es el que determina la temperatura y el tono
de los textos. Los diez cuentos que conforman el libro son artefactos de
riesgo, dispositivos que funcionan a alta presión cuyos puntos de fuga tienen
que ver con la sensualidad y con la alternativa de una vida distinta.
En el cuento “Un detalle trivial”, una familia va pasar
unos días a un pueblo de campo y no bien llegan el marido va a hacer compras en
bicicleta y tarda más de lo que debería; en “Mundo cercado”, Oscar, personal de
seguridad de un barrio cerrado, espía a la esposa de uno de los vecinos; en “En
el balneario”, Ángela veranea en una playa con su marido y sus hijos y recuerda
a Miller, un profesor de Historia del Arte con el que acaba de iniciar un
romance. En la mayoría de los cuentos de Un
detalle trivial, se plantea un universo armonioso de límites estrictos que
funciona como blindaje de amparo y felicidad; sin embargo, la intemperie
externa, que supone siempre amenaza, más allá de su peligrosidad, resulta un
foco constante de descompresión.
publicada el 6 de abril de 2014
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