jueves, 8 de agosto de 2013

Acerca de "Mi vida querida", de Alice Munro



En una entrevista que concedió al New Yorker, la escritora canadiense Alice Munro dice: “durante años y años pensé que mis relatos sólo eran tentativas para escribir la Gran Novela, pero descubrí que lo mío eran las narraciones breves”.  La circunstancia doméstica que la llevó a ajustar la extensión de sus escritos a la duración de las siestas de sus hijas no le impidió convertirse en una de las más grandes escritoras en lengua inglesa –autora de doce colecciones de cuentos y una novela–, varias veces candidata al Nobel.
            Mi vida querida, su último libro, reúne ficciones y piezas de corte autobiográfico, al estilo de las narraciones  de La vista desde Castle Rock. Frente a esta nueva publicación, cabe preguntarse dónde radica la belleza que, a pesar de las vicisitudes de la traducción, emana de los textos de Munro.   Sin ir más lejos, algo de la polisemia del título en inglés, “Dear life” se pierde en la  traslación a “Mi vida querida” del volumen en español, ya que en la expresión inglesa  subyace tanto la  interjección –equivalente quizá a nuestro “madre mía”, “Dios mío” u otras por el estilo–  como una calificación amorosa de la vida y una referencia al lenguaje epistolar.
Desde el primer relato de esta colección, encontramos una escritura diferente a la que nos habían acostumbrado los últimos libros de Munro: menos fragmentaria, más lineal. Sin embargo, al avanzar en la lectura, se vislumbra que en esa linealidad la escritora no abandona su habitual interés por las búsquedas de la memoria. Al contrario, la voz que narra lo hace dando cuenta de la diversidad de tonos que construyen una identidad a través del paso de los años. Si antes había una escena originaria en torno a la cual giraban los tiempos de la historia, ahora la ficción avanza apoyada en una voz narrativa que es la misma y es otra,  una voz que se recorre en sus versiones.
            Los personajes de los cuentos de Mi vida querida tienen en común el hecho de estar extrañados de sí: arrastrados por las circunstancias o en busca de algo,  por momentos encaminados hacia lo que aún no saben que buscan. ¿Huyen o van? ¿Los espera una vida nueva o un espejismo? Están perdidos, como Nancy en “A la vista del lago”; presos de una fascinación, como Greta en “Llegar a Japón”, de la culpa, como la niña de “Grava” o encadenados al  hechizo de los propios supuestos, como  la esposa protagonista de “Dolly”.
            En “Amundsen”-el favorito de la autora, –“probablemente porque fue el que más trabajo me dio”– , “Irse de Maverley” y “Tren”,  Munro narra cómo algunas mujeres se atreven a transgredir mandatos de su educación aunque las consecuencias las atraviesen dolorosamente. Se trata de “historias pequeñas” en las que la desorientación, la pérdida, pero también la oportunidad y la esperanza llegan al lector no en las vicisitudes extraordinarias del argumento sino a través de la precisión minuciosa con que la autora sabe iluminar los detalles.
            El índice del libro se estructura en dos partes: diez cuentos en la primera y cuatro relatos  en la segunda, titulada “Finale”. Estos últimos –en palabras de la autora “menos que cuentos” y “pura verdad”– son piezas en torno a episodios de su infancia que retratan el pueblo en el que vivió  de niña con sus valores y sus prejuicios. Aparecen en ellos  las obsesiones del primer encuentro con la muerte
( “El ojo”) , los sentimientos encontrados hacia una hermana ( “Noche”) y también el recuerdo de su madre, que cobra en estas páginas nacidas de la memoria una dimensión especial. “Mi madre –dice en la entrevista del New Yorker- sigue siendo una figura fundamental para mí, porque su vida fue tan triste e injusta, y ella tan valiente...”
            Al reunir por primera vez en el mismo libro ficciones que podríamos llamar “puras” y textos de corte autobiográfico, operación sin precedentes en su obra, quizá Munro intenta dar una señal de cierre. En todo caso, la convivencia  da cuenta de los difusos límites entre los géneros y las fuentes en la escritura. ¿Qué es imaginación y qué experiencia y cómo  se funden en el crisol de la memoria?  En “Vida querida” , el último de los relatos de “Finale”, dice de uno de los personajes: “Roly Grain se llamaba, y no tiene ningún otro papel en lo que ahora escribo, a pesar de su nombre de ogro, porque esto no es un cuento, tan solo es la vida.
            Estas historias de quien es considerada la Chéjov canadiense parecen demostrar que los hechos no bastan, que no significan sino en el relato del tiempo vivido. Los recuerdos, en estas ficciones, no sólo se concentran en hechos significativos –un episodio revelador– sino que “apilan” las distintas versiones que de ellos guarda la memoria. Versiones  múltiples de los mismos sucesos, que a veces se desplazan y en ocasiones conviven, aún en la contradicción.  Como si en la escritura, Alice Munro quisiera conservar a cuantas fue a lo largo de su vida, a esa diversidad de miradas en el devenir del tiempo que es la identidad misma.
Tal vez sea esta una de las claves gracias a las que la autora logra crear climas y unidades de sentido en unas pocas páginas; y que cada relato, tanto si  se nutre de  los recuerdos de un personaje como  de los propios, recorra lo que podríamos llamar siglos psíquicos. De alguna manera, el resultado que se presenta al lector traduce en intensidad las intenciones de Munro en aquella entrevista citada al principio. Intención moldeada por la vida, la de escribir la Gran Novela, que se nos ofrece  hoy, una vez más, en forma de una original  colección de cuentos. 


María José Eyras-Cecilia Sorrentino

Publicado en la revista Ñ de Clarín el 3 de agosto de 2013.

Acerca de "Todo lo que Roberta quiere", de Anahí Flores



Aquí reseño el sugestivo y singular libro de Anahí Flores. Esta crítica fue publicada en Cultura de Perfil el domingo 4 de agosto.

Las historias del primer libro de cuentos de Anahí Flores transcurren en algún lugar de montaña, no importa cual, señala el posfacio. Esta indeterminación no es inocente. Tampoco lo que sucede en los cuentos, en principio  las aventuras de una pareja de vacaciones en un marco de realismo.  Porque las cosas terminan desviándose –y el lector no podría precisar cuándo ni cómo– hacia una zona de extrañamiento, un umbral entre lo fantástico y lo onírico. En esa zona conviven, incluso,  recursos  que remiten a  la estética de los dibujos animados (“Plumas”). 
            ¿De dónde proviene este extrañamiento? Acaso de la misma naturalidad con  que los personajes enfrentan las peripecias que la imaginación de Flores propone: prendas que se deshilachan solas,  chicas fantasmas, un insólito piquete de andinistas en la altura, un grupo de niños  “demasiado iguales entre sí” que los reciben tirándoles fichas de dominó al llegar a un refugio. Y es en este contraste donde los cuentos crecen.  

            La unidad de lugar y la recurrencia de los personajes –siempre la misma pareja– potencia y refuerza el efecto del libro. Un conjunto de relatos en donde la mirada de la voz que narra,  a la que nada parece alterar, logra sin embargo conmover.
            La montaña indeterminada como símbolo puede pensarse en términos de escenario de superación personal. Tanto en “La isla”, el primer cuento del libro, que describe un recorrido en el que se abren una y otra vez  bifurcaciones , como en “Él”, los protagonistas, tenaces, perseveran en pos de su objetivo. Como si en el deseo de Roberta –enunciado en el título– anidara un ideal a la vez maravilloso y tiránico, la atracción de  una cumbre que es preciso alcanzar a cualquier precio.