lunes, 26 de octubre de 2015

Una lectora en Lisboa, minicrónica





Una puede llegar a Lisboa siguiendo el recorrido del protagonista de El juego del revés, el cuento de Tabucchi. Basta con tomar el tren nocturno que sale de Madrid alrededor de las diez, cenar en el vagón comedor como en las viejas novelas, dormir en la litera alta (hay un estantecito a mano para dejar el libro de turno y el agua mineral) y ducharse en el mismo tren, antes del desayuno, otra vez en el vagón comedor. Ya en la ciudad, una puede tomar el tranvía 28 y dar un vistazo, desde el centro hasta la Alfama, entre el traqueteo y la suave emoción de sentir serpentear la brisa que  respiró Pessoa por las ventanillas abiertas. Luego, retomando el cuento, una puede ir, como el protagonista y su amante, hasta  la Praça do Comercio. Cámara en mano, una no encuentra a la pareja del relato (ellos dan un paseo nocturno luego de escuchar fados y ahora es mediodía en la Praça) pero sí a la chica de la foto. Tiene aire de turista la lectora. ¿Alemana? ¿Nórdica? También, como los personajes de Tabucchi, se ha dejado ir por las calles lusitanas y se ha detenido allí, a orillas del Tajo. De tanto en tanto, levanta la mirada y sus ojos se pierden en el horizonte. ¿Qué lee? ¿En qué piensa? ¿Acaso está leyendo El juego del revés? Si una se queda de este lado de la avenida, si finge seguir sacando fotos del monumento y de la plaza, si usa el zoom, la lectora no se da cuenta de que es fotografiada. Siguen yendo, sus ojos, su pensamiento, del libro al horizonte, del horizonte al libro. Y una se pregunta dónde, si no en los intervalos de ese ir y venir, está el infinito.

El primero de dos textos que escribí para el blog de Anahí Flores, publicados durante el mes de Febrero. 

Sillas en la vereda, Cecilia Sorrentino


            Un detalle, un destino

           
Hay lectores que tienen el don del hallazgo. Si un texto esconde una perla, la sacan a la superficie, multiplican las resonancias de sentido, ponen esa perla en valor. En su primera novela, Sillas en la vereda, Sorrentino traslada naturalmente ese don a la escritura. Apenas comenzado el relato, la sobrina acompaña a la tía al médico, entonces una señora mayor, nonagenaria. Al salir de la consulta, la tía dice: Qué cosa este hombre, ¡qué velocidad para desprender corpiños!  Debe ser la primera vez que un hombre le desprende el corpiño, piensa la sobrina y le pide “una historia de novios”. La tía repite la anécdota de un pretendiente que le duró hasta que su hermano descubrió que era casado, pero esta vez agrega la de un segundo muchacho, un joven que la cruzaba a diario, al entrar a la iglesia, antes de ir a trabajar. Un día, este joven se ofrece a acompañarla y a la tía le llama la atención algo en la manga del candidato, un zurcido. Dice: Pero mal zurcido; desprolijo, puntadas grandes, el color del hilo no era exactamente el de la tela del saco. Le agradecí, y me fui. Me pareció que ese zurcido…¡qué se yo!  Después, muchas veces pensé en ese detalle. Quién sabe. A lo mejor era el hombre de mi vida. ¿No?
            Barthes habla de lo que llama el detalle inútil en la narración. En el cuento “Un corazón sencillo” de Flaubert, aparece un viejo piano que soporta, bajo un barómetro, una pila de cajas y cartones. El piano, dice Barthes, podría ser un índice del estatus burgués de la propietaria; las cajas, un signo de desorden, como de algo venido a menos, para connotar la atmósfera de la casa. Pero nada parece justificar la presencia del  barómetro. Su función, sin embargo, señala, es doble. Por un lado, ser en sí mismo, decirnos “soy un barómetro”, y por el otro, representar la realidad. Este detalle –innecesario desde el punto de vista de la trama de la estructura del cuento– contribuye a crear el verosímil. Logra lo que Barthes llama  “efecto de realidad” en la ficción.  
            Al contrario del barómetro de Barthes, el zurcido de Sillas en la vereda no sólo no es un detalle “inútil” o descriptivo sino que pertenece a aquella clase que condensan, cifran la vida de una persona.   El descubrimiento del zurcido, el rechazo hacia el joven –y la oportunidad de romance perdida– se convertirán en la clave de un destino.  Porque es a partir de su condición de “solterona” que la protagonista va a ubicarse en el lugar de disposición a los demás, de  estar donde haga falta y a convertirse en la tía Herminia para todos en la familia, en el vecindario, hasta para los amigos de sus sobrinos nietos.   
            Los novios ausentes, la soltería en la vida de Herminia –una mujer que recuerda como la mayor felicidad sus años acomodando cajas de medias en La proveeduría Bancaria– hacen posible esta historia. La tía comparte la casa con su hermano, padre de la narradora y la acompaña desde la infancia hasta el presente de su escritura.  Una escritura diáfana, leve y a la vez profunda que da cuenta de un tiempo en que los niños contaban con la complicidad de mujeres  como Herminia.  También del dolor de la pérdida de ciertos ritmos que daban lugar a la reunión, a la conversación espontánea en los barrios. De un tiempo en el que había tiempo y estos vínculos paliaban el sentimiento de desamparo, la orfandad aguda de la que damos en llamar “la vida moderna”.  La tía Herminia,  amoroso satélite de las familias de sus hermanos, es todas las tías, abuelas y viejas vecinas del alguna vez entrañable universo familiar.