Un detalle, un destino
Hay
lectores que tienen el don del hallazgo. Si un texto esconde una perla, la
sacan a la superficie, multiplican las resonancias de sentido, ponen esa perla
en valor. En su primera novela,
Sillas en
la vereda, Sorrentino traslada naturalmente ese don a la escritura. Apenas
comenzado el relato, la sobrina acompaña a la tía al médico, entonces una
señora mayor, nonagenaria. Al salir de la consulta, la tía dice:
Qué cosa este hombre, ¡qué velocidad para desprender
corpiños! Debe ser la primera vez
que un hombre le desprende el corpiño, piensa la sobrina y le pide “una historia
de novios”. La tía repite la anécdota de un pretendiente que le duró hasta que
su hermano descubrió que era casado, pero esta vez agrega la de un segundo
muchacho, un joven que
la cruzaba a
diario, al entrar a la iglesia, antes de ir a trabajar. Un día, este joven se
ofrece a acompañarla y a la tía le llama la atención algo en la manga del candidato,
un zurcido. Dice:
Pero mal zurcido;
desprolijo, puntadas grandes, el color del hilo no era exactamente el de la
tela del saco. Le agradecí, y me fui. Me pareció que ese zurcido…¡qué se yo! Después,
muchas veces pensé en ese detalle. Quién sabe. A lo mejor era el hombre de mi
vida. ¿No?
Barthes
habla de lo que llama el detalle inútil
en la narración. En el cuento “Un corazón sencillo” de Flaubert, aparece un
viejo piano que soporta, bajo un barómetro, una pila de cajas y cartones. El
piano, dice Barthes, podría ser un índice del estatus burgués de la
propietaria; las cajas, un signo de desorden, como de algo venido a menos, para
connotar la atmósfera de la casa. Pero nada parece justificar la presencia
del barómetro. Su función, sin embargo,
señala, es doble. Por un lado, ser en sí mismo, decirnos “soy un barómetro”, y
por el otro, representar la realidad. Este detalle –innecesario desde el punto
de vista de la trama de la estructura del cuento– contribuye a crear el
verosímil. Logra lo que Barthes llama
“efecto de realidad” en la ficción.
Al
contrario del barómetro de Barthes, el zurcido de Sillas en la vereda no sólo no es un detalle “inútil” o descriptivo
sino que pertenece a aquella clase que condensan, cifran la vida de una
persona. El descubrimiento del zurcido, el rechazo hacia
el joven –y la oportunidad de romance perdida– se convertirán en la clave de un
destino. Porque es a partir de su
condición de “solterona” que la protagonista va a ubicarse en el lugar de
disposición a los demás, de estar donde haga falta y a convertirse en
la tía Herminia para todos en la
familia, en el vecindario, hasta para los amigos de sus sobrinos nietos.
Los
novios ausentes, la soltería en la vida de Herminia –una mujer que recuerda
como la mayor felicidad sus años acomodando cajas de medias en La proveeduría
Bancaria– hacen posible esta historia. La tía comparte la casa con su hermano,
padre de la narradora y la acompaña desde la infancia hasta el presente de su
escritura. Una escritura diáfana, leve y
a la vez profunda que da cuenta de un tiempo en que los niños contaban con la
complicidad de mujeres como Herminia. También del dolor de la pérdida de ciertos
ritmos que daban lugar a la reunión, a la conversación espontánea en los
barrios. De un tiempo en el que había tiempo y estos vínculos paliaban el
sentimiento de desamparo, la orfandad aguda de la que damos en llamar “la vida
moderna”. La tía Herminia, amoroso
satélite de las familias de sus hermanos, es todas las tías, abuelas y
viejas vecinas del alguna vez entrañable universo familiar.