En una entrevista que
concedió al New Yorker, la escritora canadiense
Alice Munro dice: “durante años y años
pensé que mis relatos sólo eran tentativas para escribir la Gran Novela, pero
descubrí que lo mío eran las narraciones breves”. La circunstancia doméstica que la llevó a
ajustar la extensión de sus escritos a la duración de las siestas de sus hijas
no le impidió convertirse en una de las más grandes escritoras en lengua
inglesa –autora de doce colecciones de cuentos y una novela–, varias veces
candidata al Nobel.
Mi vida querida, su último libro, reúne
ficciones y piezas de corte autobiográfico, al estilo de las narraciones de La
vista desde Castle Rock. Frente a esta nueva publicación, cabe preguntarse dónde
radica la belleza que, a pesar de las vicisitudes de la traducción, emana de
los textos de Munro. Sin ir más lejos,
algo de la polisemia del título en inglés, “Dear
life” se pierde en la traslación a “Mi vida querida” del volumen en
español, ya que en la expresión inglesa
subyace tanto la interjección
–equivalente quizá a nuestro “madre mía”, “Dios mío” u otras por el
estilo– como una calificación amorosa de
la vida y una referencia al lenguaje epistolar.
Desde el primer
relato de esta colección, encontramos una escritura diferente a la que nos
habían acostumbrado los últimos libros de Munro: menos fragmentaria, más
lineal. Sin embargo, al avanzar en la lectura, se vislumbra que en esa
linealidad la escritora no abandona su habitual interés por las búsquedas de la
memoria. Al contrario, la voz que narra lo hace dando cuenta de la diversidad
de tonos que construyen una identidad a través del paso de los años. Si antes
había una escena originaria en torno a la cual giraban los tiempos de la
historia, ahora la ficción avanza apoyada en una voz narrativa que es la misma
y es otra, una voz que se recorre en sus
versiones.
Los
personajes de los cuentos de Mi vida
querida tienen en común el hecho de estar extrañados de sí: arrastrados por
las circunstancias o en busca de algo,
por momentos encaminados hacia lo que aún no saben que buscan. ¿Huyen o
van? ¿Los espera una vida nueva o un espejismo? Están perdidos, como Nancy en
“A la vista del lago”; presos de una fascinación, como Greta en “Llegar a
Japón”, de la culpa, como la niña de “Grava” o encadenados al hechizo de los propios supuestos, como la esposa protagonista de “Dolly”.
En
“Amundsen”-el favorito de la autora, –“probablemente
porque fue el que más trabajo me dio”– , “Irse de Maverley” y “Tren”, Munro narra cómo algunas mujeres se atreven a
transgredir mandatos de su educación aunque las consecuencias las atraviesen
dolorosamente. Se trata de “historias pequeñas” en las que la desorientación,
la pérdida, pero también la oportunidad y la esperanza llegan al lector no en
las vicisitudes extraordinarias del argumento sino a través de la precisión
minuciosa con que la autora sabe iluminar los detalles.
El
índice del libro se estructura en dos partes: diez cuentos en la primera y
cuatro relatos en la segunda, titulada
“Finale”. Estos últimos –en palabras de la autora “menos que cuentos” y “pura
verdad”– son piezas en torno a episodios de su infancia que retratan el pueblo
en el que vivió de niña con sus valores
y sus prejuicios. Aparecen en ellos las
obsesiones del primer encuentro con la muerte
( “El ojo”) , los sentimientos encontrados hacia una hermana ( “Noche”) y también el recuerdo de su madre, que cobra en estas páginas nacidas de la memoria una dimensión especial. “Mi madre –dice en la entrevista del New Yorker- sigue siendo una figura fundamental para mí, porque su vida fue tan triste e injusta, y ella tan valiente...”
( “El ojo”) , los sentimientos encontrados hacia una hermana ( “Noche”) y también el recuerdo de su madre, que cobra en estas páginas nacidas de la memoria una dimensión especial. “Mi madre –dice en la entrevista del New Yorker- sigue siendo una figura fundamental para mí, porque su vida fue tan triste e injusta, y ella tan valiente...”
Al
reunir por primera vez en el mismo libro ficciones que podríamos llamar “puras”
y textos de corte autobiográfico, operación sin precedentes en su obra, quizá
Munro intenta dar una señal de cierre. En todo caso, la convivencia da cuenta de los difusos límites entre los
géneros y las fuentes en la escritura. ¿Qué es imaginación y qué experiencia y
cómo se funden en el crisol de la
memoria? En “Vida querida” , el último
de los relatos de “Finale”, dice de
uno de los personajes: “Roly Grain se
llamaba, y no tiene ningún otro papel en lo que ahora escribo, a pesar de su
nombre de ogro, porque esto no es un cuento, tan solo es la vida. ”
Estas
historias de quien es considerada la Chéjov canadiense parecen demostrar que
los hechos no bastan, que no significan sino en el relato del tiempo vivido.
Los recuerdos, en estas ficciones, no sólo se concentran en hechos significativos
–un episodio revelador– sino que “apilan” las distintas versiones que de ellos
guarda la memoria. Versiones múltiples
de los mismos sucesos, que a veces se desplazan y en ocasiones conviven, aún en
la contradicción. Como si en la
escritura, Alice Munro quisiera conservar a cuantas fue a lo largo de su vida,
a esa diversidad de miradas en el devenir del tiempo que es la identidad misma.
Tal vez sea esta
una de las claves gracias a las que la autora logra crear climas y unidades de
sentido en unas pocas páginas; y que cada relato, tanto si se nutre de
los recuerdos de un personaje como
de los propios, recorra lo que podríamos llamar siglos psíquicos. De
alguna manera, el resultado que se presenta al lector traduce en intensidad las
intenciones de Munro en aquella entrevista citada al principio. Intención
moldeada por la vida, la de escribir la Gran Novela, que se nos ofrece hoy, una vez más, en forma de una
original colección de cuentos.
María José Eyras-Cecilia Sorrentino
Publicado en la revista Ñ de Clarín el 3 de agosto de 2013.