Un detalle trivial
Habían
decidido pasar las vacaciones en su
“rincón del paraíso“, como lo llamaban. Ernesto manejaría, como siempre. Ella
tendría un rato para abstraerse del mundo. Miró a sus hijos en el asiento de
atrás y sonrió. Se dormirían
enseguida. Qué afortunada era de poder escapar por unos días de la ciudad. La
visión de esas avenidas sin sol, atiborradas de carteles, tránsito y agitación
inútil, acrecentaba su propia inquietud. Cerró la ventanilla. Por lo menos, así
evitaba el ruido.
Unos
minutos después, el auto subía el ramal que tendía la autopista. A Alma se le antojó una burlona lengua de
hormigón. Rotó los hombros y movió
la cabeza a un lado y al otro para asegurarse de que estaba relajada. El telón
blanco de edificios, las
villas y alguna fábrica quedaron
atrás. Por fin, el horizonte se abrió y predominó el campo. Alma volvió a mirar
a sus hijos y ella también cerró los ojos.
Unos
kilómetros más adelante, a ambos lados de la ruta, divisó el caserío que
llamaban “el pueblo”. Un cartel verde. Doblaron internándose en una zona de
pequeñas quintas. Alma abrió la ventanilla y respiró el aire de campo. Lo de
Sánchez estaba abierto. A un par de cuadras de Lomas del Cardenal, por su
cercanía con el barrio privado, lo que había empezado como un almacén en un
garaje, era ahora un completo autoservicio con varias góndolas. Unos metros más
y llegarían. Al frente, la ruta desembocaba en un alambrado con un arco de
entrada al centro.
—Buenas tardes, señor— dijo el hombre de
la guardia y les entregó una revista.
Ernesto sacó un brazo por la ventanilla,
deslizó una tarjeta sobre un poste y la barrera les abrió paso. Flanquearon una
alta arboleda detrás de la que se veían cuidados chalés y jardines prolijos.
Las calles de ripio, con lomos de burro, obligaban a conducir despacio.
Cruzaron a unos chicos en bicicleta, bordearon una cancha de hockey y se
detuvieron frente a una casa de
ladrillo con postigos blancos.
Alma
hundió las sandalias en el pasto húmedo, estiró los brazos. El cielo abierto,
el rumor de la brisa agitando las hojas de los tilos, el olor a tierra mojada y
plantas, le producían siempre la misma sensación de alivio. Como si en aquel lugar saciara una sed de
naturaleza, aunque más no fuera con un trago de esa naturaleza domesticada,
geométrica y podada con regularidad.
Abrió la puerta del auto a sus hijos y los apuró a salir. El más grande
fue en busca de los amigos. Como de costumbre, no volvería hasta la hora de la
cena.
—¿ Nos
ayudás a bajar las cosas?— le preguntó al menor.
Ernesto les alcanzó una bolsa liviana que Pablo cargó
con orgullo. Alma entró a la casa y abrió las ventanas para dejar entrar el
aire limpio. Le gustaba estar allí. Descargaron los bártulos y acomodaron los
alimentos en la heladera. Cuando terminaron la tarea, Ernesto y ella se
abrazaron. Era parte del ritual.
La luz
de la tarde aún permitía
disfrutar del jardín. Alma
rodeó la casa. Los plantines que su marido había puesto en primavera ahora se
habían transformado en grandes manojos de alegrías del hogar, desbordantes de
flores rojas. Ernesto la consultó sobre la ubicación de la pileta de lona.
Decidieron que iría junto al cerco. Alma fue a la cocina. Por la ventana, vio a
Zulema caminando junto a su hija.
—¡Hola,
por qué no pasan un rato!— las invitó.
Zulema
era una vecina de la que se había hecho amiga al compartir largas charlas en la
confitería o en la placita mientras vigilaban a los chicos. Su hija Andrea, una
rubia de ojos asombrados, había adoptado a Pablo como compañero de juegos.
Enseguida
se arrepintió. ¿Por qué invitarlas?
Si bien se alegraba de verlas, acababan de llegar y había mucho tiempo
por delante para encontrarse. A
veces, Alma tenía la sensación de que la ansiedad le jugaba en contra, se
desorientaba y entonces los mínimos gestos cotidianos podían ser un error, el
camino hacia vaya a saber qué posibles desconciertos. ¿Qué estaría haciendo
mal?
Ya era
tarde. Zulema y Andrea avanzaban por el jardín. La niña se unió a Pablo, los
dos observaban a Ernesto armando
la pileta. Zulema se acostó en una
reposera. Alma la imitó.
—Todavía
estoy vestida de ciudad— dijo. Señaló la pollera y las sandalias que llevaba.
La amiga la miró de arriba abajo, escrutándola como suelen hacerlo algunas
mujeres.
Era esa hora imprecisa que
vibra al unísono de melancolías y añoranzas. El aire se espesaba, millares de
gotas invisibles lo hacían denso y velos azules, uno sobre otro, iban apagando
el día. Ernesto, sentado en el pasto, lidiaba con los anclajes de las patas de
la pileta al caño perimetral. Zulema miraba. ¿A quién? Alma no podía saberlo. Veía la cabeza de su amiga vuelta hacia
él. No tardó en sentirse invadida. Decididamente, se había apurado a invitarla;
la conversación avanzaba como un
auto viejo por un camino poceado; Zulema bostezaba y Alma estaba allí, en la reposera,
sin conseguir relajarse ni
disfrutar del atardecer.
Ernesto terminó de armar la pileta y
entró a la casa. Cinco minutos después salió y tomó una bicicleta.
—Voy a
lo de Sánchez— explicó.
Fue un
segundo. Alma se quedó con la imagen
de su esposo en bermudas y alpargatas, sin alcanzar a decir palabra. Se
sintió culpable. Ella ahí, tirada, hablando tonterías, y él atento a la cena:
habrían olvidado traer el pan o alguna otra cosa.
Los contornos de las plantas y los
tejados vecinos se volvían más borrosos a cada minuto; el aire más fresco y el
silencio más extendido. Zulema y la hija se fueron. Pablo, al faltar su amiga,
notó la ausencia del padre. Fue hacia la calle. Alma lo siguió, intentó convencerlo de que entraran a la casa.
—Quiero ir con papá— repetía Pablo.
—Papá se fue— contestó resignada. Sabía que Pablo se enojaría.
Tenía tres años y aunque ya era
capaz de comprender a la perfección que si el padre se había ido, no podía
llevarlo con él por más que protestara, estaba
cansado y no entendería razones.
—¡Quiero con papá!— reclamó. Se echó a llorar. Se puso en cuclillas y golpeó el piso. Después, corrió hasta la calle y se quedó mirando en dirección a la salida.
—¡Quiero con papá!— reclamó. Se echó a llorar. Se puso en cuclillas y golpeó el piso. Después, corrió hasta la calle y se quedó mirando en dirección a la salida.
Alma
lo alzó, le habló, le explicó. Siempre la conmovían las lágrimas resbalando
por las mejillas de un hijo, aunque
el motivo fuera un capricho imposible de complacer. No hubo lógica que valiera.
—¡Papá!—
continuaba llamando Pablo. Alma intentó calmarlo con caricias. Entonces él le
pegó y se puso a darle patadas. Alma lo bajó de los brazos. Su hijo volvió a
mirar el camino de ripio, a agacharse, a
golpear.
El hijo
del vecino, un pelirrojo de unos once años, se acercó curioso.
—Llora
porque el papá se fue a lo de Sánchez— explicó Alma.
—¿ A
esta hora? Está cerrado, vengo de ahí. ¿Uh, a dónde va a tener que ir?— dijo el
chico. Conocía bien la zona porque la familia vivía en el barrio en forma
permanente. Alma no se animó a preguntarle dónde había otro almacén. Pablo se
había callado. En cuanto el pelirrojo se alejó, volvió a llorar
con fuerza. Alma lo alzó de nuevo.
—Papá ya va a venir— dijo en un susurro. ¿Acaso podía asegurarlo? Si el autoservicio, que quedaba a sólo dos cuadras de la entrada, estaba cerrado, su marido habría ido hasta el pueblo, o más lejos, por caminos de tierra, entre pajonales mal iluminados... Por la ruta, de noche, en bicicleta. Se le apareció la última imagen de Ernesto, las bermudas que recién reemplazaban al pantalón de la oficina, las alpargatas negras, los pies tan frágiles en ellas, casi descalzos...
—Papá ya va a venir— dijo en un susurro. ¿Acaso podía asegurarlo? Si el autoservicio, que quedaba a sólo dos cuadras de la entrada, estaba cerrado, su marido habría ido hasta el pueblo, o más lejos, por caminos de tierra, entre pajonales mal iluminados... Por la ruta, de noche, en bicicleta. Se le apareció la última imagen de Ernesto, las bermudas que recién reemplazaban al pantalón de la oficina, las alpargatas negras, los pies tan frágiles en ellas, casi descalzos...
Miró el
reloj pulsera: debían haber pasado más de veinte minutos desde que se había
ido. Tenía que haber ido más lejos. ¿Adónde? Pablo lloraba. Le ofreció dar una
vuelta a la manzana, ver si veían una lechuza blanca. La idea lo serenó. Para
ella también sería bueno caminar, estaba inquieta.
Por un poco de pan... ¿Cómo lo había
olvidado? Hacía un año que Alma había renunciado a su trabajo, se ocupaba sólo
de las tareas domésticas, podría haberlo hecho mejor. Si a la hora de preparar las cosas, hubiera pensado
cinco minutos... ¿Un detalle tan
trivial podía cambiar la vida de la familia? ¿Y él? Esa omnipotencia
suya... Irse así, de repente, solo, en bicicleta, teniendo el auto a
disposición. Se vio a sí misma yendo a buscarlo, los faros enfocando yuyos y
basura por los andurriales, hasta que de pronto iluminaban el cuerpo lastimado,
inerme, en un zanjón... No, no era posible. Y sin embargo... los pensamientos
de Alma, desbocados, galopaban hacia regiones hostiles. Si no hubiera invitado
a Zulema, si no se hubiera distraído de sus obligaciones... ¿Qué iba a ser de
ellos si algo le pasaba a Ernesto?
Entrevió la propia soledad, el ánimo
desfallecido, inexistente para
contener a sus hijos. ¿Podría mantenerlos sola? ¿Dónde estaba el mayor?
Ya debería haber vuelto… Miró el cielo agujereado de luces. Pensó en los
navegantes, lejos de la costa, en
medio del mar. ¿Cómo podían
orientarse al ver las estrellas?
Pablo se había calmado. Los dos eran tan
pequeños caminando bajo la bóveda
negra. Y era tan grande el silencio que, más allá de las sombras de las
plantas, lo cubría todo. Apretó los dedos de su hijo entre los suyos, los
sintió dóciles. Ahora, era como si él la llevara de la mano.
Llegaron
a la esquina. Antes de doblar, Alma se
volvió a mirar la casa. Fugaz como el sueño que se olvida en un parpadeo,
la rueda de una bicicleta desaparecía detrás de las matas de flores, rumbo al
jardín.
María José Eyras
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