Voy a contarles algo a propósito de “La
proeza de Leocadia”, el último de los cuentos de este libro y mi preferido. Lo
leí hace mucho y me atrapó; quiero decir que sentí eso que nos sucede
cuando la ficción poética nos toca, nos conmueve. Ese encuentro inesperado que
después permanece en nuestro recuerdo.
“La
proeza de Leocadia” es un relato de otro tiempo, del tiempo en el que Goya
vivía sus últimas horas, así que estamos hablando de 1828. Recuerdo que en el
momento de mi lectura disfruté sobre todo de la voz que narra esta historia;
una voz que también resulta antigua. De modo que hice una “instantánea” y
guardé el relato como se guarda lo bello en la memoria: junto a lo verdadero.
No
lo pensé entonces, pero lo cito ahora: de esta verdad habla Aristóteles cuando define
a la poesía más filosófica y más verosímil que la historia. Mientras que la
historia cuenta acciones particulares de los hombres, la ficción poética nos
revela lo que los seres humanos serían capaces de hacer.
Me
gustaría compartir algo de esa voz antigua que, como les decía, se deja oír en este
cuento, así que voy a leerles la primera página:
–¡Leocadia!
El pintor la llamaba a cada instante.
Desde que la fiebre lo devoraba, Francisco
de Goya y Lucientes no se levantaba ni siquiera a mirar el atardecer por
la ventana, como acostumbraba al principio de su larga enfermedad.
–Leocadia, por favor...– repitió con voz débil. A Leocadia , que estaba en la cocina , le
pareció escucharlo. Apoyó el canasto con verduras sobre la mesa, al lado de
tres gallinas que esperaban para ser desplumadas, suspiró y se limpió las manos
en el delantal. Robusta y a la vez
delicada, Leocadia hubiera enamorado a Rubens. De hombros anchos, labios
finos, una rubia sensualidad asomaba
bajo las ropas campesinas balanceándose
en las escaleras.
Arriba, la habitación estaba en penumbras, como suele ser
hábito y necesidad de los moribundos. Leocadia entreabrió las pesadas cortinas
de brocado que dejaron ver un rectángulo de cielo y monte. La luz se derramó
sobre un arcón cubierto por un paño de seda, brillaron los frascos con
medicinas, el aceite en la tisana y el cuero del misal cerrado. Tomó la
jarra al pie de la cama y se acercó al enfermo.
La cabeza, que había recorrido su cuerpo multiplicándose en
bocas ávidas, caía hacia atrás. Amorosamente la levantó , hundiendo los dedos
en la cabellera oscura y desmelenada que
colgaba fuera del lecho como si también
estuviera exangüe. Beba, maestro, dijo mientras vertía agua en su mano y la
llevaba como cuenco a los labios de él.
Leocadia supo que no tardaría en
morir, que la habitación quedaría vacía y se iría con el cuerpo su secreto
placer: la certeza de saber que estaba allí. Siempre, a merced de sus deseos,
para poder mirarlo, escucharlo y atenderlo. Hasta ese día.
Quizás
un año o dos después de leer “La proeza de Leocadia”, encontré una obra
extraordinaria de Todorov: Goya a la sombra de las luces, publicada por Galaxia Gutemberg. Todorov
dice allí que las pinturas de Goya son ensayos filosóficos, que en ellas se
revelan las sombras del siglo de las
Luces. Dice que la pintura de Goya no es sólo visión, sino también pensamiento;
y que debajo del enorme pintor que fue, está el gran pensador que convirtió el
dibujo en un idioma con el que formular reflexiones al alcance de la más
elevada filosofía.
Brindando con Cecilia, minutos después. |
Y
acá viene la experiencia que quiero compartir con ustedes y que espero contar
sin revelar el final del cuento, aunque confieso que mi intención es la de
tentarlos con su lectura. Mientras leía a Todorov pensaba: claro, por eso
Leocadia hizo lo que hizo. Leía, y pensaba en Leocadia, en lo que ella
indudablemente sabía o no hubiera hecho lo que hizo. Dicho de otro modo: Todorov
estaba confirmando el relato de María José. Y por un instante, un instante maravilloso, yo
había olvidado que “La proeza de Leocadia” es una ficción. Pero es que es así:
cuando la ficción poética nos toca, cuando conmueve, lo hace como la revelación
de una verdad.
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