Y de ahí paso a suponer que
mi capacidad de recibir golpes es lo que me hace escritora. A modo de
explicación me atreveré a decir que en mi caso, el golpe va siempre seguido del
deseo de explicarlo. Siento que he recibido un golpe; pero no se trata, como
ocurría siendo niña, simplemente de un golpe asestado por un enemigo oculto
tras el algodón en rama de la vida cotidiana; es, o llegará a ser, una
revelación de un determinado orden; es una muestra de la existencia de algo
real que se encuentra detrás de las apariencias; y yo lo hago real al
expresarlo en palabras. Sólo expresándolo en palabras le doy el carácter de
algo íntegro, y esta integridad significa que ha perdido el poder de hacerme
daño; me produce un gran placer juntar las partes separadas.
Virginia
Woolf[1]
El
tiempo en la escritura de Alice Munro
Por
María José Eyras y Cecilia Sorrentino
¿Por
qué comenzar un artículo sobre la escritura de Alice Munro con una larga cita
de Virginia Woolf? Por una intuición. Porque hay algo de lo expresado por la
autora inglesa que va a repetirse en la composición de los cuentos de la
canadiense, algo que también se trasluce en las palabras de uno de sus
personajes. Ahora sí, citando a Munro:
En mi propia casa, a veces tenía la
impresión de querer encontrar un lugar donde esconderme, en algunas ocasiones
de las niñas, pero con más frecuencia de las cosas que tenía que hacer, del
teléfono y de la vida social con los vecinos. Deseaba esconderme para ocuparme
de mi verdadero trabajo, que consistía en una especie de búsqueda de partes
lejanas de mí misma. Vivía en estado de sitio, siempre perdiendo precisamente
lo que quería conservar, dice la
protagonista de “Miles City Montana”. [2]
Podemos
pensar que este párrafo alude al deseo de la propia Munro cuando, joven y con
hijas pequeñas, aguardaba la hora de la siesta de sus niñas para dedicarse a
escribir. Sin embargo, no se trata aquí sólo de una referencia autobiográfica.
La escritura de A.M. es una reunión de partes lejanas. Sus relatos
revelan esta operación narrativa. La conciencia de sus personajes se construye
a través de una reunión de “partes”.
Y hasta podría decirse que la experiencia poética del lector también.
A
menudo sus cuentos giran en torno a una escena aparentemente descolgada hacia
la que el lector se siente arrojado. En el devenir del relato –a través de
fragmentos que han sido arrancados a la
linealidad del tiempo– se trama una estructura narrativa que cuenta tanto como la acción, la
singularidad de los personajes o la precisión minuciosa con la que la escritora
canadiense alumbra los detalles. Es un ir y venir que torna epifánicos algunos
de los fragmentos que atraviesa: en ocasiones la escena inicial, otras veces un
instante al que llegamos casi perdidos pero a tiempo para vislumbrar, desde
allí, la unidad de la historia.
En
“Miles City, Montana”, cuento al que pertenece el párrafo citado, la historia
comienza con un recuerdo de la protagonista: cuando tenía seis años vio llegar
a su padre cargando el cuerpo de un chico ahogado. Del funeral que se celebró
en su casa guarda la memoria de dos sensaciones simultáneas: una picazón en las
piernas provocada por las medias de canalé que se le arrugaban, y otra, ligada
a la visión que tuvo de sus padres durante el funeral; un asco profundo que no
fue capaz de comprender en aquel momento y que luego se desvaneció dejándole
apenas una inquietud.
A
continuación, el relato salta veinte años, hacia el comienzo de un viaje que
esta mujer realiza con su marido y dos hijas pequeñas. Y es durante ese viaje
que, a partir de una vivencia límite, descifrará la naturaleza de aquel
asco.
Recurrentemente
en los cuentos de Munro, la voz que narra ilumina una pregunta decisiva que
atraviesa al personaje en el tiempo. Para lograr que en tanto lectores
participemos de la travesía de esa pregunta, la escritora traza una estructura
narrativa que se asemeja al modo en que la memoria construye sentido:
recortando, seleccionando, ocultando, enlazando lo vivido en ocasiones
temporalmente distantes. Somos
convocados a ligar episodios y establecer puentes que componen, de una manera
indirecta pero precisa, lo que se quiere contar. Percibimos también que esa liga de partes
lejanas está relacionada con la propia búsqueda de la autora, con la vida
secreta de su escritura.
En
otro de sus relatos, “Desencuentro”[3],
el procedimiento es similar, aunque con variaciones. La primera escena sucede
un año después del día en que Robin, la protagonista, conoce a Danilo y se
enamora de él. “Me muero, me muero si el
vestido no está listo mañana”, dice entonces. Enseguida, Munro narra las excursiones
–anteriores– que Robin acostumbraba hacer a un pueblo cercano para ir a la
ópera y cómo, en una oportunidad, conoce casualmente a un hombre –Danilo- que
está paseando a su perro. Él le presta ayuda, le ofrece el dinero para regresar
en tren y la invita a comer a su casa. Cenan, conversan, él la acompaña a la
estación y un instante antes de la llegada del tren la besa y le propone
encontrarse el próximo año. Este primer encuentro, prolija y minuciosamente
descripto, ocupa doce largas páginas del relato, luego de aquella primera y
breve escena – de apenas una– que sucede un año después. Hay, aún, otro paréntesis
temporal, cuando la narración se desliza hacia el pasado de Robin para dar
cuenta de cómo han sido sus relaciones con los hombres y volvemos a la escena
del comienzo. Recién ahora la comprendemos. Munro la retoma y leemos nuevamente
que Robin dice: “Me muero. Me muero si el
vestido no está listo mañana”. Porque
este detalle –el vestido que llevaba el día que conoció a Danilo– se ha
convertido en una suerte de cábala. Entonces el lector, ya prisionero de la
intriga, es ganado por la expectativa del posible reencuentro.
Si la secuencia en el tiempo no hubiera sido dislocada, si el cuento avanzara en el sentido cronológico del argumento, no se hubiera logrado el mismo suspenso. ¿Qué importancia tiene el vestido? ¿Quién era ese hombre? ¿Qué sucede con él, que un año después la desconoce?
Como un antiguo narrador oral que digita con sabiduría las dosis de información, Munro recurre a los saltos temporales para despertar un alerta de mayor profundidad, un grado de atención superior al habitual en el lector. Y al mismo tiempo, el aparente desorden acentúa la densidad del relato, le da espesor a lo que sucede, a lo que no sabemos, a lo que nos vemos obligados a unir entre esos cabos sabiamente dispersos.
En “Desencuentro” el alcance de las sutiles maniobras de la autora va aún más lejos. Sobre el final, descubrimos el presente desde el que se narra, y es muy posterior en el tiempo al de aquella primera escena. El relato, caemos en la cuenta, abarca gran parte de la vida de la protagonista: desde que conoce a Danilo, a los veintiséis, hasta un invierno, cuarenta años más tarde. Este último gran salto, hacia el momento en que se devela finalmente el misterio, está apoyado en un brusco cambio en el tiempo verbal de la narración: se recurre al presente para acercar la escena, y al hacerlo esta se torna más vívida e impresionante.
Releyendo el cuento, se hace patente el modo en que su entramado imita los mecanismos de asociación de la memoria. Un modo en apariencia azaroso pero que resulta natural de transitar. Acaso, porque es al mismo tiempo el modo en que la protagonista llega al descubrimiento de aquello velado, oculto a su conciencia.
Se dice de Alice Munro que es la Chéjov canadiense. Sin embargo, ella no parece intentar, como el gran autor ruso, mostrarles a los hombres lo mal que viven. Hay, en el corazón de sus relatos y en sus personajes, otra clase de búsqueda. Una búsqueda individual de sentido, una pregunta vital, punzante, que se ha sostenido a través de toda la vida del o la protagonista. Y que a pesar de la distancia temporal, geográfica y cultural podría coincidir con las preguntas existenciales de sus lectores. Acaso la experiencia de padecer algo del orden de la fragmentación, el quiebre de ciertas percepciones de la propia realidad, sea más que una coincidencia entre Woolf y Munro. Podría ser también una constante detectada por ellas a través de la escritura, un signo del malestar en la cultura, del desafío a la integridad que plantea nuestro tiempo.
Si la secuencia en el tiempo no hubiera sido dislocada, si el cuento avanzara en el sentido cronológico del argumento, no se hubiera logrado el mismo suspenso. ¿Qué importancia tiene el vestido? ¿Quién era ese hombre? ¿Qué sucede con él, que un año después la desconoce?
Como un antiguo narrador oral que digita con sabiduría las dosis de información, Munro recurre a los saltos temporales para despertar un alerta de mayor profundidad, un grado de atención superior al habitual en el lector. Y al mismo tiempo, el aparente desorden acentúa la densidad del relato, le da espesor a lo que sucede, a lo que no sabemos, a lo que nos vemos obligados a unir entre esos cabos sabiamente dispersos.
En “Desencuentro” el alcance de las sutiles maniobras de la autora va aún más lejos. Sobre el final, descubrimos el presente desde el que se narra, y es muy posterior en el tiempo al de aquella primera escena. El relato, caemos en la cuenta, abarca gran parte de la vida de la protagonista: desde que conoce a Danilo, a los veintiséis, hasta un invierno, cuarenta años más tarde. Este último gran salto, hacia el momento en que se devela finalmente el misterio, está apoyado en un brusco cambio en el tiempo verbal de la narración: se recurre al presente para acercar la escena, y al hacerlo esta se torna más vívida e impresionante.
Releyendo el cuento, se hace patente el modo en que su entramado imita los mecanismos de asociación de la memoria. Un modo en apariencia azaroso pero que resulta natural de transitar. Acaso, porque es al mismo tiempo el modo en que la protagonista llega al descubrimiento de aquello velado, oculto a su conciencia.
Se dice de Alice Munro que es la Chéjov canadiense. Sin embargo, ella no parece intentar, como el gran autor ruso, mostrarles a los hombres lo mal que viven. Hay, en el corazón de sus relatos y en sus personajes, otra clase de búsqueda. Una búsqueda individual de sentido, una pregunta vital, punzante, que se ha sostenido a través de toda la vida del o la protagonista. Y que a pesar de la distancia temporal, geográfica y cultural podría coincidir con las preguntas existenciales de sus lectores. Acaso la experiencia de padecer algo del orden de la fragmentación, el quiebre de ciertas percepciones de la propia realidad, sea más que una coincidencia entre Woolf y Munro. Podría ser también una constante detectada por ellas a través de la escritura, un signo del malestar en la cultura, del desafío a la integridad que plantea nuestro tiempo.
publicado en el blog de Eterna Cadencia http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2013/27751